Freud y el problema de la técnica analítica
Cuando en 1923, Freud se propone dar una definición formal del psicoanálisis, destinada a figurar en una enciclopedia, indica lo siguiente:
Psicoanálisis es el nombre de:
- un método de investigación de los procesos mentales;
- un método de tratamiento, una terapia, y
- una teoría general del psiquismo, construida sobre hipótesis basadas en la observación empírica, y siempre a partir de la utilización de dicho método.
Es decir que en la concepción de Freud, el método, la técnica, es la base, el núcleo central de este trípode epistemológico sustentado por tres patas: investigación, terapia y teoría; de las cuales las dos primeras —investigación y terapia— constituyen las premisas de las que se deduce la tercera, la teoría.
Notemos que Freud menciona en primer lugar la investigación y no la terapia, aunque habría que recordar que para él, y a lo largo de muchos años, investigación y terapia fueron una y la misma cosa. Con estas mismas palabras nos lo explicita en un pasaje de La interpretación de los sueños, perteneciente al capítulo en que trata justamente de la técnica de la interpretación onírica, en donde dice que en el tratamiento de los síntomas neuróticos «su resolución [Auflössung] y su solución [lösung] son una y la misma cosa». Afirma que si logramos poner en evidencia las representaciones inconscientes que subyacen a las formaciones sintomáticas, estas desaparecen y el enfermo se libra de ellas. Y concluye: «Ello me sugirió tratar al sueño mismo como un síntoma y aplicarle el método de interpretación elaborado para los síntomas» (Freud, 1900, p. 122). Así, pues, tanto monta, monta tanto…; primero es la investigación, pero el método utilizado para ésta no es sino el mismo método de interpretación elaborado para los síntomas, y aplicado a posteriori a la interpretación de los sueños, concebidos a su vez como síntomas, como formaciones del inconsciente. Por lo demás, he aquí todo un primer paradigma de la técnica analítica freudiana, un paradigma construido sobre el modelo de La interpretación de los sueños.
En 1926, en una obra titulada ¿Pueden los legos ejercer el análisis? continúa defendiendo el mismo planteamiento. Dice así: «En el psicoanálisis existió desde el comienzo mismo una interdependencia entre curar e investigar; el conocimiento aportaba el éxito, y no era posible tratar sin descubrir algo nuevo […]. Nuestro procedimiento analítico es el único en que se conserva esta preciosa conjunción» (Freud, 1926e, p. 240. Traducción personal).
Tomemos pues buena nota de esta «preciosa conjunción», de esta interdependencia entre investigar y curar, ya que fue la premisa, el presupuesto, que guió el quehacer de Freud durante muchos años; recordemos aquella carta a Fliess en que le habla del señor E, un paciente que tenía casi curado, porque —dice— «su enigma está casi totalmente resuelto» (Freud, 1900, p. 448). Pues bien, este postulado estuvo en vigor hasta que, como veremos, la cruda realidad le obligó a admitir su inexactitud: una cosa es investigar enigmas y otra muy distinta, curar. Hay que decir, en honor a la verdad —porque Freud nunca fue un pensador lineal—, que más allá de estos pronunciamientos públicos, en el seno de su práctica fue muy capaz de separar investigación y terapia, y así lo explicita en algunas ocasiones, como en el caso Juanito, donde dice: «Un psicoanálisis no es una indagación científica libre de tendencia, sino una intervención terapéutica; en sí, no quiere probar nada sino solo cambiar algo» (Freud, 1909, p. 86). Pero lo cierto es que entre biógrafos y comentadores ha prevalecido la idea de que, al amparo de la «preciosa conjunción», Freud supeditó la terapia a la investigación.
Tal vez a causa de esto, y como dice Strachey en su introducción a los escritos técnicos de Freud, «llama la atención la comparativa exigüidad de los escritos de Freud sobre técnica, incluso si se incluye en el paquete las conferencias de introducción dedicadas al tema, así como los trabajos tardíos, Análisis terminable e interminable y Construcciones en el análisis». Todos los biógrafos confirman esta desproporción, al tiempo que se refieren a la resistencia que experimentó a la hora de escribir sobre técnica analítica. Strachey apunta a que existía en él una cierta renuencia a dar publicidad, fuera de los medios estrictamente reservados a los analistas, a la técnica explicitada de forma sistemática; y también, que en principio era muy escéptico en cuanto al valor que pudiera tener para los principiantes.
Pero la necesidad de disponer de una técnica psicoanalítica mínimamente protocolizada comenzó a hacerse patente a partir del momento en que el movimiento psicoanalítico adquirió entidad y se internacionalizó; los nuevos discípulos residían en ciudades extranjeras, como Budapest o Londres, y reclamaban directrices técnicas para dirigir sus análisis (Gay, 1988). Y esto ocurría en un momento en que Freud se hallaba más preocupado por cuestiones teóricas y de política organizativa que por la técnica analítica, hasta el punto de que incluso los miembros de la recién fundada Sociedad Psicoanalítica de Viena, que lógicamente ejercían la práctica analítica, se mantuvieron durante largo tiempo huérfanos de toda indicación o sugerencia técnica por parte del maestro, que en cambio siempre estaba dispuesto a tratar con ellos cuestiones de teoría (Vallejo, 2008).
En su descargo, vale la pena precisar que la resistencia de Freud se centraba justamente en aquello que los discípulos le demandaban: la técnica analítica concebida como un manual de instrucciones. Y es que Freud, que era un clínico genial y único, siempre se manifestó libre como un creador, y procedió en su práctica al modo de un experimentador, sometido únicamente al dictado de sus propios criterios personales. Si tuviéramos que buscar un símil, este podría ser el del intérprete de jazz, que sin despegar el ojo de la partitura, se permite un amplio margen para la improvisación.
Finalmente, fue en el congreso de Nurenberg, de 1910, cuando anunció la publicación «próximamente» de una Metodología general del psicoanálisis, un tratado de técnica analítica redactado de forma sistemática (Freud, 1910).
¿Qué fue lo que le llevó a vencer esta resistencia y a decidirse a escribir sobre técnica? A mi juicio, dos factores: 1) El fenómeno del análisis silvestre y 2) la necesidad de validar los resultados de la investigación analítica a través de proponer una metodología rigurosa.
En primer lugar, a Freud le indignó profundamente el fenómeno del «análisis silvestre». En este sentido, escribió: «Y aun de tiempo en tiempo me entero con asombro de que en esta o aquella división de un hospital, un joven médico recibió de su jefe el encargo de aplicar un «psicoanálisis» a una histérica. Estoy convencido de que no se dejaría en sus manos el examen de un tumor extirpado sin haberse asegurado previamente de que estaba familiarizado con la técnica histológica» (Freud, 1905a [1904], p. 251).
Es posible que esta alusión a la «técnica histológica» como condición imprescindible para que los médicos jóvenes examinaran los tumores extirpados, le hiciera caer en la cuenta de que, por lo mismo, era imprescindible contar con una «técnica analítica» que garantizara la práctica clínica de los nuevos analistas, tal como, por otra parte, le estaban reclamando con urgencia todos sus discípulos.
En segundo lugar, Freud, que se rebelaba ante el hecho de que cualquiera podía verse autorizado a criticar sus construcciones teóricas, debió llegar a la conclusión de que no tenía más remedio que explicitar la metodología a través de la cual había llegado a formular las mismas. Es así como la técnica pasó a ser condición para validar las investigaciones, para darles base empírica y alejarlas de la especulación, y —muy importante— como requerimiento metodológico de fiabilidad científica; es decir, el método como heurística, como garantía de verificación, utilizable por otros investigadores.
Hay numerosas citas a lo largo de su obra que van en esa dirección; he escogido dos: Ya en el caso Dora, tras advertir al lector que su concepción de los procesos inconscientes puede resultarle chocante, dice: «Pero hay algo de lo que estoy seguro: quienquiera que emprenda la exploración del mismo campo de fenómenos y empleando idéntico método no podrá menos que situarse en este punto de vista» (Freud, 1905 [1901], p. 98). Y en el Hombre de los Lobos: «Quien se tome el trabajo de llevar el análisis por medio de la técnica prescrita hasta esas profundidades se convencerá de que es muy posible [comprobar que un niño puede registrar impresiones en su temprana infancia]. Quien omita hacerlo […] deberá abstenerse de juzgar» (Freud, 1918 [1914], p.47. El comentario entre corchetes es mío).
Sea como fuere, entre 1911 y 1914, Freud publicó seis breves pero enjundiosos trabajos sobre técnica psicoanalítica. Su lectura y relectura no deja de producirnos siempre una rara sensación de perfección: no se puede decir mejor, ni de forma más escueta todo aquello que el analista debe saber para dirigir una cura clásica de psicoanálisis. En este sentido, la actualidad de estos escritos es total, siempre que añadamos como condición que su validez está en concordancia con la posibilidad de realizar hoy una cura tipo.
De los seis artículos, yo distinguiría dos grupos. Por un lado: El uso de la interpretación de los sueños en psicoanálisis, Consejos al médico sobre el tratamiento psicoanalítico y Sobre la iniciación del tratamiento, los tres de contenido más directamente didáctico: la regla fundamental, el encuadre, el diván, el manejo del tiempo y el dinero, la toma de notas durante la sesión, etc.; las reglas del juego, justamente lo que le pedían los discípulos. Por cierto, las reglas de un juego acertadamente comparado con el del ajedrez, en el que solamente las aperturas y los finales son susceptibles de ser reglados. Todo lo que transcurre entre medio, cuál debe ser el camino que han de recorrer analista y analizado y cuánto tiempo van a necesitar para llegar al final, Freud lo zanja apelando a la fábula de Esopo: ¡Camina!
Por otro: Sobre la dinámica de la transferencia, Recordar, repetir y reelaborar, y Puntualizaciones sobre el amor de transferencia, trabajos en los que, sin merma del espíritu didáctico, encontramos un Freud que lucha por no dejarse desbordar por los fenómenos inesperados que le salen al encuentro y que se alían con la resistencia. Diríamos que, tan pronto hemos procedido a la iniciación del tratamiento, nos encontramos con que se despierta una fiera que nos cuesta dominar. Básicamente y para decirlo brevemente, la fiera se traduce en dos fenómenos, que no dejan de estar conectados entre sí: la transferencia, por un lado, y la actuación y la compulsión de repetición, por otro.
El tema de la transferencia no era nuevo, aparece ya en los Estudios sobre la histeria y sobre todo en Dora. Freud había tratado el tema de la transferencia negativa, la cual no parecía suponerle un gran problema. Pero da la impresión de que aquí se enfrenta a un enemigo inesperado: la transferencia positiva, el amor de transferencia. Y podemos entenderlo: un racionalista que partía de la máxima socrática de que «el conocimiento te hará libre» se las tiene que ver con la bestia de los afectos, que se le infiltran por todos los lados. «La transferencia es una verdadera cruz» (Mit der Übertragung ist es ja überhaupt ein Kreuz), le escribió en 1910 al pastor Oskar Pfister.
En segundo lugar, el pasaje al acto, el actuar en lugar de recordar, la compulsión a la repetición; obstáculos que encara valientemente, como demuestran las siguientes palabras: «El principal recurso para domeñar la compulsión a la repetición del paciente […] reside en el manejo de la transferencia. Volvemos esa compulsión inocua y, más aún, aprovechable si le concedemos su derecho a ser tolerada en cierto ámbito: le abrimos la transferencia como la palestra donde tiene permitido desplegarse con una libertad casi total, y donde se le ordena que escenifique para nosotros todo pulsionar patógeno […]. Conseguimos, casi siempre, dar a todos los síntomas de la enfermedad un nuevo significado transferencial» (Freud, 1914, p.156, cursivas mías). La transferencia podía ser «una cruz», pero no había más remedio que lidiar con ella.
Finalmente, ante el estancamiento de la cura a causa de la tenacidad de las resistencias, introduce el duro concepto de reelaboración, cuya importancia ha llevado a Eduardo Braier a considerarlo como la auténtica marca de la casa del análisis. Aquí, como en otros puntos de los escritos técnicos, Freud reconoce que, desde su optimismo inicial, no había reparado en que para vencer la resistencia no bastaba con nombrarla o desvelarla ante el paciente. «Es preciso —dice— dar tiempo al enfermo para enfrascarse en la resistencia, no consabida para él; para reelaborarla» (Freud, 1914, p. 157, cursivas mías). Vale la pena aclarar que el término alemán Durcharbeitung expresa la idea de un «trabajo que consiste en atravesar de principio a fin, y sin interrupción, una dificultad hasta dejarla resuelta».
Pero sabemos que estos obstáculos no serán los últimos. Pronto aparecerán nuevas adversidades en forma de repetición más allá del principio del placer, y ya en plena segunda tópica, la reacción terapéutica negativa, el masoquismo y el sentimiento inconsciente de culpa. Llegados a este punto, tenemos la impresión de que Freud se viera superado por una fuerza tanática contra la que no hay mucho que hacer. Al respecto, dice en El yo y el ello: «No es fácil para el analista luchar contra el obstáculo del sentimiento inconsciente de culpa». Y añade humildemente: «Es honesto admitir que aquí tropezamos con una nueva barrera para el […] análisis, [el cual] no está destinado a imposibilitar las reacciones patológicas, sino a procurar al yo del enfermo la libertad de decidir en un sentido o en otro» (Freud, 1923, p. 51, cursivas de Freud). Toda una lección de ética personal y profesional.
Aunque como vemos, Freud no dejó de luchar contra todas y cada una de las dificultades que se le iban presentando, un tema en el que permaneció inflexible toda su vida fue el de las condiciones de analizabilidad. Afirmaba que la cura estaba indicada exclusivamente para tratar las psiconeurosis de transferencia y los trastornos de la sexualidad. Y añadía que solo podía tener éxito en el caso de personas inteligentes, dotadas de sentido moral, y capaces de desear implicarse en ella.
Así las cosas, Elisabeth Roudinesco (2015) explica el caso de Bruno Veneziani, que era un homosexual explícito (con lo que esto suponía en aquella época) además de morfinómano y dependiente en extremo de su madre, la cual sentía por él una exagerada predilección y sobreprotección; es decir, un cuadro que hoy no dudaríamos en considerar como trastorno fronterizo. Pues bien, este sujeto, estuvo entre 1912 y 1914 en análisis con Freud, quien tardó mucho tiempo en darse cuenta de las dificultades que presentaba, antes de declarar que no había nada que hacer con él. Cuando unos años después Bruno Veneziani, a petición de su madre, volvió a pretender reanalizarse, Freud se negó aduciendo las siguientes razones:
«Creo que no representa un caso favorable. Le faltan dos cosas: por un lado, un conflicto entre su yo y sus exigencias pulsionales, lo cual hace que esté satisfecho consigo mismo […]; por otro, le falta un yo más o menos normal y capaz de cooperar con el analista. Sin ello, intenta siempre engañarlo y deshacerse de él mediante el fingimiento. De ahí la existencia en él de un yo narcisista en extremo y refractario a toda influencia» (Roudinesco, 2015, p. 291).
Si nos fijamos, esta idea de un «yo narcisista, refractario a toda influencia e incapaz de cooperar con el analista» aparece recogida con toda claridad en la primera página de Introducción del narcisismo, donde Freud reconoce que —cito— «a la conjetura del narcisismo se llegó a partir de las dificultades que ofrecía el trabajo psicoanalítico en los neuróticos, pues pareció como si una conducta narcisista constituyera en ellos una de las barreras con las que chocaba el intento de mejorar su estado» (Freud, 1914c, p. 71). Siempre he visto en esta cita un temprano anticipo de la famosa metáfora del «lecho de rocas», de Análisis terminable e interminable.
Freud, que pertenecía a una generación de intelectuales ilustrados que se formaron en la segunda mitad del siglo diecinueve, era un idealista que creía en la superioridad ética del hombre, en la primacía de su inteligencia y en la buena fe de las personas. Es claro que en esos principios había basado el postulado de que la cura consistía en desvelar ante el yo, un yo naturalmente confiable y colaborador, aquello que estando oculto le generaba un conflicto moral. Pero no contaba con el narcisismo, que haría saltar por los aires toda una concepción como esta.
Y es aquí donde se produce un punto de inflexión en la vida y la obra freudianas. Del optimismo algo excesivo de los primeros años pasamos al pesimismo atroz que presidió su vida y su producción en su tramo final. Así, en El yo y el ello, el yo pasa a ser considerado como un «ser fronterizo», sometido a múltiples vasallajes, que acabará escindido en diferentes corrientes. «Situación imprevista», dice Freud, cuando constata con preocupación que el yo no es trigo limpio, y que por tanto no es posible establecer con él una alianza para el análisis, lo que reconocerá amargamente, años después, en un famoso pasaje de Análisis terminable e interminable, en donde dice: «El yo, para que podamos concertar con él un pacto así, tiene que ser un yo normal. Pero ese yo normal, como la normalidad en general, es una ficción ideal. [En cambio,] el yo anormal, inutilizable para nuestros propósitos, no es por desdicha una ficción» (Freud, 1937, p. 237).
Pero Freud no era de los que se rinden con facilidad, y en 1937, ya anciano, aun fue capaz de escribir Construcciones en el análisis, obra que podría ser considerada, en la historia de la técnica analítica, como la contrapartida de lo que Más allá del principio del placer representó para la teoría. Para un gran número de autores freudianos o posfreudianos, este breve texto viene a sentar las bases de la técnica psicoanalítica actual, y ello más por lo que se lee entre líneas y por las puertas que deja entreabiertas, que por lo que realmente dice.
Entre estas importantes sugerencias, solamente resaltaré una, y con ello termino: el papel conferido en el proceso analítico al trabajo del analista, más que al del analizado, trabajo, dice Freud, que no debe limitarse a interpretar «elementos singulares del material, una ocurrencia, una operación fallida», sino que debe construir y luego comunicar lo construido. Y aquí entrevemos que el concepto de construcción adquiere una dimensión nueva con respecto a la que había tenido siempre en los textos freudianos; aquí construir remite claramente a crear, producir tejido psíquico, tejido simbólico, allí donde este falta, como sucede en el caso de los llamados traumas precoces y patologías del desamparo. Porque Freud se refiere (como lo volverá a hacer en Moisés y la religión monoteísta) a huellas mnémicas que se inscribieron en el psiquismo antes de la instauración del lenguaje, es decir, antes por tanto de toda posibilidad de constitución de la representación de objeto (incluyendo cosa y palabra). Estamos hablando de lo que el propio Freud, en el esquema de la Carta 52, había calificado de huellas perceptivas, y que un autor como Norberto Marucco ha denominado huellas mnémicas ingobernables y los Botella lo irrepresentable; se trata de elementos que de no poder ser simbolizados no adquieren el rango de representación, permaneciendo en el psiquismo cargados de una enorme potencialidad traumática. De esta dimensión originaria, se deriva justamente el efecto quasi alucinatorio que Freud le confiere a una construcción lograda y el efecto de convicción que surge allí donde antes reinaba el caos y el vacío.
Esta referencia al papel del trabajo del analista en el proceso analítico, trabajo que va más allá de la escucha, la atención flotante e incluso más allá de la contratransferencia, ha sido retomada y retrabajada por la mayoría de autores posfreudianos. André Green la redefine en términos de encuadre interno, o también estructura encuadrante, indispensable para dar continencia y continuidad al psiquismo en sus aspectos más originarios; los Botella hablan de trabajo en doble, Roussillon de trabajo en eco del analista. En general se trata de que el analista se brinde a ofrecer su propio aparato mental como un espacio de ligazón, de objetalización, que permita organizar un psiquismo en el que no ha funcionado la represión originaria ni la simbolización primaria, y por lo tanto las huellas perceptivas no tienen otra manera de acceder a la simbolización más que a través de la presencia del analista en función terciaria.
Si nos fijamos, estamos ya muy lejos del levantamiento de la represión en busca del recuerdo olvidado —la «sacrosanta rememoración», como dicen los Botella—, y en cambio más cerca de lo que se podría describir como la construcción de un aparato psíquico que permita simbolizar y representar el caos, o el vacío. Lejos, por tanto, del paradigma de la cura, basado en el modelo de la interpretación de los sueños, podríamos hablar ahora de un nuevo paradigma, centrado esta vez en el más allá del principio del placer.
Bibliografía
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—(1923), El yo y el ello, en OC, AE, vol. 19.
—(1926e), ¿Pueden los legos ejercer el análisis?, en OC, AE, vol. 20.
—(1937c), Análisis terminable e interminable, en OC, AE, vol. 23.