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Idiomas

Cuando las palabras se mueren. Carlos Sánchez

Mayo 2020
Artículos generales

CUANDO LAS PALABRAS SE MUEREN[1]

CARLOS SÁNCHEZ

 

El psicoanálisis descansa sobre las palabras, sobre la palabra compartida. Sin el lenguaje hablado, sin las palabras, no hay análisis. El uso de la palabra –ya no sólo decir lo que se piensa, sino pensar lo que se dice- obliga a hacer la experiencia de la dificultad de hablar, obliga a confrontarse con el duelo de no poder decir lo esencial que queda siempre como un resto, como algo intraducible. A través de las palabras que intercambian paciente y analista, el sujeto va construyendo una representación de sí mismo que inevitablemente se separa de aquella otra, previa al análisis, que se había construido en el silencio.

Pero el traumatismo puede dañar gravemente al lenguaje de manera que éste ya no sea útil para el trabajo elaborativo. Si las palabras se mueren, el paciente queda atrapado en la vivencia de una experiencia que no puede ser dicha y todo intento bienintencionado de referirse a ella resulta banal. Por otra parte, el deseo de recuperar el poder significativo de las palabras tiene su contrapartida en el riesgo nada despreciable de reeditar la experiencia traumática.

 

La muerte de las palabras

Para intentar precisar lo que entiendo por muerte de las palabras tomaré como referencia una situación extrema: la experiencia concentracionaria. Hablar es recrear y hablar del horror es recrear el horror. Por ello les pido excusas.

Los prisioneros de los campos nazis soñaban que volvían a sus hogares y explicaban a sus familiares lo que habían vivido. Pero el lenguaje del que disponían se revelaba inútil: se habían quedado sin palabras en las que verter aquella experiencia. Robert Antelme (1957) lo explica así en el prólogo a su libro La especie humana.

 

“Queríamos hablar, ser escuchados al fin. […] Sin embargo, desde los primeros días, nos parecía imposible colmar la distancia que descubríamos entre el lenguaje del que disponíamos y esta experiencia que, para la mayoría de nosotros, continuaba en nuestro cuerpo.”

 

¿Pero por qué no bastaban las palabras?, ¿qué les había ocurrido? Mi posición es que existen experiencias de una intensidad traumática tan importante que rompen desde dentro la capacidad que tienen las palabras de contener significados. El pacto entre significante y significado se desgarra de una forma peculiar y la palabra se desdobla, por decirlo así, en ella misma y su sombra: de un lado conserva el antiguo significado, de otro, evoca una experiencia vivida que no cabe en sus límites. Esta convivencia entre la palabra y su sombra, su negativo, hace que el significado propio de la palabra empalidezca, pierda vitalidad y finalmente se convierta en algo meramente funcional, operatorio. No sólo queda arruinado el poder significativo, es decir, evocador del lenguaje, sino especialmente la confianza del paciente en él.

Tomemos dos ejemplos. El primero se refiere al hambre. El estímulo primordial de la vida de los campos era encontrar comida; ganar unos gramos más de pan al día podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte. Esta búsqueda incesante de comida es un lugar común del relato que nos han dejado los supervivientes de los campos. Pero cabe preguntarse si cuando se está esperando con ansiedad la muerte del propio padre para apoderarse del bollo mohoso que le ha tocado en el reparto, la palabra hambre puede dar cuenta de esa experiencia (Frister, 1993).

El segundo ejemplo tiene como protagonista a Sydney Stewart (1950), americano de nacimiento y europeo de adopción, que ha narrado su experiencia como prisionero de los japoneses en la Segunda Guerra Mundial en un libro formidable. Que tiempo después Stewart se hiciera psicoanalista de la Société Psychanalytique de Paris y fuera el esposo de Joyce MacDougall no añade nada al relato del que les quiero hacer partícipes, pero ayuda a situar al personaje. Pues bien, en uno de los capítulos de ese libro Stewart refiere cómo, se encontraba amontonado junto a cientos de prisioneros en la bodega de un barco, cuando oyó una voz amiga que le decía: “Está atento, […], no te dejes tocar por alguien que no conozcas. No dejes que nadie se acerque demasiado a ti. Los hombres se están matando a nuestro alrededor. ¡Escucha!”. Y añade: “Oí entonces ruidos extraños. Los hombres se estrangulaban entre ellos. Poco a poco se hizo la luz sobre la espantosa verdad y miré el cadáver que yacía bajo mis pies. Había sido degollado. Y entonces comprendí. Los hombres degollaban a sus mejores amigos para beber su sangre.” Es difícil creer que la palabra sed permita hablar con propiedad de esa experiencia.

Hambre, sed, palabras aparentemente simples, con significados claros… ¿Qué pensar entonces de otras palabras como amor, esperanza, agradecimiento…?

 

Las consecuencias para la cura

Cuando se ha producido un daño de este tipo, el sujeto queda solo, en una cierta extraterritorialidad, exiliado.  Un lenguaje así no le sirve para hablar - a los otros ni a sí mismo - ni tampoco para escuchar - a los otros o a sí mismo-; no le sirve para construir una representación propia. Se trata de una lengua funcional, mecánica, de supervivencia. El sujeto se ve obligado a vivir en el lenguaje de los otros, en el lenguaje de aquellos para quienes las palabras “amor”, “sed”, “hambre”, “horror” tienen sentido y hacen referencia a una experiencia conocida y que puede ser referida a través de la palabra. Se ha perdido la confianza en la lengua y ésta ya no puede organizar la emoción para transformarla en afecto.

En su interesantísima ponencia La force du langage, Danon-Boileau (2007) distingue un antes y un después de lo que se ha dado en llamar el giro de 1920 en cuanto al papel que el psicoanálisis atribuye al lenguaje en la cura. Si antes de1920 Freud sostiene que  el inconsciente se encuentra poblado de representaciones primera tópica, después de 1920 el inconsciente ya no es el lugar de la representación sino de los movimientos pulsionales del ello y el valor de la representación inconsciente reside esencialmente en su efecto económico sobre la pulsión, ya que al proponerle lugares de investidura permite ir alargando el camino hacia la descarga motriz. Ahora bien, es justamente el lenguaje a quien compete trabajar las mociones pulsionales del ello para transformarlas en representaciones inconscientes que vendrán a poblar el yo. Las representaciones inconscientes del yo resultan del trabajo de la palabra en la cura, no lo preceden.

Se comprende, pues, que la muerte de las palabras pueda comprometer seriamente la capacidad de elaboración psíquica. Diríamos que si en la primera tópica se trata de echar la caña al río con la confianza de que sacaremos peces, esto es, representaciones, en la segunda tópica el pez no está en el agua sino que es creado por la acción de ponerse a pescar[2]. En el pensamiento operatorio, descrito en pacientes psicosomáticos, la caña tal vez no sacaría nada, pero en nuestro caso el problema es que lanzamos al río un sedal roto… con el temor de que si lográramos armar un buen aparejo y tuviéramos suerte, tal vez seríamos devorados por el pez que hace emerger nuestro anzuelo. No sólo se nos aísla del afecto, sino que se nos priva del instrumento para acceder a él.

 

La recuperación del afecto

¿Cómo adviene entonces el afecto en la cura? Autores como Michel de M´Uzan (1976) o César Botella a lo largo de toda su obra, han subrayado que corresponde a la capacidad regresiva del analista durante la sesión la tarea de acoger los impulsos del paciente que fracasaron en su camino hacia la representación. Cuando esto ocurre aparecen entonces en él imágenes extrañas, frases inesperadas, quizá incorrectas desde el punto de vista gramatical, fórmulas abstractas, pensamientos, fantasías más o menos elaboradas, o incluso una actividad perceptiva alucinatoria. Lejos de suponer una falta técnica, la aparición de este verdadero cuerpo extraño en el analista es la oportunidad más genuina de conectar con algo auténtico del paciente.

¿Pero qué pensar cuando el analista responde con una acción? Algunos autores (Jacqueline Godfrind-Haber y Maurice Haber, 2004) han llamado la atención sobre la parte del diálogo transfero-contratransferencial que se vehicula a través del acto y se han preguntado cómo se inscribe en el proceso analítico contribuyendo a él. Esto supone ampliar la visión clásica del actuar como una resistencia que cortocircuita la mentalización, y valorar que también existe otra dimensión, la de “un mensaje portador de comunicación que se emite en la ilegalidad de una cura en la que sólo debería haber palabras” (Jacqueline Godfrind-Haber y Maurice Haber, 2004).

 

Una viñeta clínica

Hace un tiempo un compañero me remitió a una paciente a la que veía deprimida. Se trataba de una mujer joven que diez años atrás, poco antes de cumplir los veinte, había sufrido un grave accidente. Las consecuencias fueron la amputación de una parte de una extremidad, que precisó de una prótesis, y numerosas intervenciones quirúrgicas que continuaban aún en el momento de la consulta.

La persona que había imaginado y la que apareció en la puerta de mi despacho no se parecían en nada: en vez de la mujer sufriente, empobrecida y amputada que esperaba, encontré a una joven guapa, vestida de manera cuidada y elegante que, sin embargo, me hizo sentir un desasosiego, un malestar difíciles de definir. Aunque el color estaba muy presente en sus ropas, algo en su porte evocaba la severidad del hábito seglar; su aspecto infantil, su sonrisa fija, poco expresiva, me hicieron pensar de inmediato en una muñeca, una Barbie. Ahora diría que en su presentación había algo al mismo tiempo voluntarioso, desvalido y desvitalizado.

La señorita A. manifestó de entrada su deseo de ser preguntada; ante lo que debió ser una cierta perplejidad por mi parte, añadió que había visto a otros psicólogos que le habían hecho sentir incómoda porque no le miraban a la cara. En los minutos siguientes contó las circunstancias de su accidente y cómo, a su entender, sus padres no habían podido tolerar aún, tantos años después, esta situación de “tener a una hija minusválida y sin pareja”. Se preguntaba si lo que le estaba pasando ahora podría ser fruto de aquello, como si entonces no hubiera podido vivirlo y, en vez de sufrir el “bajón” (sic) que correspondía, hubiera seguido “en línea recta”. Tras pasar revista a circunstancias personales, profesionales y familiares que omitiré, y cuando ya estábamos a punto de terminar nuestro primer encuentro, refirió cómo poco tiempo antes del suceso había tenido una experiencia sexual en la que se había visto obligada a hacer cosas que le repugnaron con alguien que luego resultó ser uno de los que le acompañaban en el momento del accidente.

En la entrevista siguiente la madre -distante, fría- y el padre –ausente, absorto en otras cosas- fueron evocados con una emoción discreta. Se animó bastante más al hablar de anteriores consultas psicológicas donde habría ocurrido una cierta “confusión de lenguas”. Ella iba a las consultas, le preguntaban cómo iba y respondía que bien… hasta que un día una de las personas a las que había acudido le dijo que ya bastaba de decir que se encontraba perfecta, que allí se iba para llorar, para deprimirse, para expresar todo el sufrimiento… Lo que la impresionó no fue tanto la vehemencia con la que le fueron dichas estas palabras sino más bien la incapacidad para encontrar en ella un eco a las mismas. Quedamos de acuerdo en vernos dos veces por semana cara a cara y empezamos a trabajar.

Muy poco tiempo después presenté las notas de estas entrevistas preliminares en un seminario. El grupo fue sensible a la contraposición entre paciente imaginada y percibida y a la presencia notable en el material de elementos perceptivos; se sugirió que quizás estábamos más bien en el terreno de la percepción/alucinación y no en el de la pulsión/representación; tal vez la dificultad del analista para representarse a la paciente repetía la que hubieran podido tener los padres. Otra persona planteó que la señorita A. acudía al tratamiento para poner freno a las intervenciones quirúrgicas, es decir, para reconstruir por medios no quirúrgicos una representación del cuerpo total que se habría perdido en el accidente. Esta mención del cuerpo llevó al seminario a interesarse por la película de Spielberg Inteligencia artificial y luego, naturalmente, por Pinocho. Y de ahí pasamos a Frankenstein y alguien hizo el comentario particularmente agudo de que los héroes o son huérfanos o no tienen madre.

Fue entonces, en este preciso momento, cuando caí en la cuenta. Desde hacía un tiempo, precisamente desde que había comenzado las entrevistas preliminares con esta paciente, había empezado a leer con vivo interés el Frankenstein de Mary Shelley y a interesarme por las circunstancias de la vida de la autora. Quizá la expresión “vivo interés” sea un poco tibia: mi interés fue repentino, súbito y muy intenso. Créanme si les digo que nunca antes había sentido ninguna curiosidad particular por esta novela y que, desde luego, hasta el momento del seminario cualquier posible relación entre ese interés repentino y la paciente había pasado completamente desapercibida para mí.

Ahora bien, la historia del monstruo sin nombre, protagonista junto al Dr. Frankenstein de la novela, es la historia de un no reconocimiento. Cito:

 

“…vi que el ojo amarillento y mortecino de la criatura se abría; respiró con dificultad y agitó sus miembros con un movimiento convulso. (…) ¿Cómo podría describir al miserable ser que, con infinitos sufrimientos y cuidados, me había empeñado en formar? Sus extremidades eran proporcionadas y había procurado que sus rasgos fueran bellos. (…) Anhelé alcanzar mis fines con una pasión carente de toda mesura. Al terminar mi obra, sin embargo, la belleza del sueño se desvaneció y me embargaron un intenso terror y repulsión. Incapaz de soportar el aspecto del ser que había creado, salí huyendo de la celda y me refugié en mi dormitorio,…” (Shelley, 1817)

 

Pero el monstruo sin nombre sigue al Dr. Frankenstein hasta la habitación donde, agotado, éste ha quedado dormido.

 

“La criatura levantó la cortina del dosel de la cama y fijó sus ojos, si así puedo llamarlos, en mí. Abrió la boca y emitió un conjunto de sonidos inarticulados mientras una sonrisa le hendía las mejillas. Tal vez me hablara, aunque yo no lo oí. Tendía una mano hacia mí, como si quisiera retenerme, pero escapé y bajé corriendo las escaleras.” (Shelley, 1817).

 

Es difícil escapar al intenso dramatismo de esta escena en la que un ser recién nacido a la vida, desvalido y desamparado busca cobijo y reconocimiento.

 

Algunos comentarios

Desde luego, en el accidente de la señorita A. se condensaban muchas cosas. Desde el punto de vista narcisista, a la amenaza más radical, la que concierne a la propia vida, se añadía la castración actuada y la pérdida no, sólo de una parte de su cuerpo, sino probablemente de la representación del mismo. De esta forma, la apelación a ser mirada del inicio de la entrevista perdía su carácter banal para constituirse en una cuestión central, vital: ser reconocida como un ser íntegro, completo, con todo el derecho a ser amado. Pero también podemos pensar que en la llamada de la señorita A. a ser mirada se repetía aquella otra que hace el bebé a la madre, de manera que quizá el desamparo en que había quedado sumida ocultaba en su interior otro anterior ocurrido en la primera infancia. Por otra parte, si la madre ofrece al bebé el lenguaje como mediador entre él y su propio sí mismo, eso también había quedado gravemente comprometido.

Tan pronto recuperó la conciencia después del suceso, la señorita A. se había hecho un firme propósito: ya que estaba viva, de ahora en adelante sería una buena persona, amable y comprensiva… una buena nena, es decir, todo lo contrario de una mala mujer, o sea, una mujer sensual. De manera que el accidente también tenía que ver con una historia edípica, donde estaba en cuestión la posibilidad de acceder al propio deseo.

¿Y entonces por qué Frankenstein? Se ha dicho (Botella, 2006) que una de las características del paciente límite es su incapacidad para construir una cadena representativa alrededor de una representación central que sea organizadora de la vida psíquica, verdadero cruce de caminos de los diferentes hilos del conflicto. ¿Sería muy aventurado pensar que el relato de Frankenstein cumplía en la señorita A. el mismo papel económico y funcional que en otras personas desempeña el recuerdo encubridor? La problemática narcisista con su sufrimiento identitario y la incapacidad de acceder al propio deseo recorren de parte a parte la novela de Mary Shelley. La historia del monstruo sin nombre es la de una búsqueda permanente de la mirada del otro que le permita subjetivarse y rehacerse como sujeto; cuando finalmente esto resulte imposible, la frustración y la rabia se desbordarán en deseo de venganza. Por otra parte, el empeño ciego que el Dr. Frankenstein pone en crear al monstruo (“Anhelé alcanzar mis fines con una pasión carente de toda mesura”, dice) dan testimonio, a mi entender, de una carencia fundamental. Por diferentes motivos, tanto uno como otro no podrán acceder al vínculo amoroso.

Un último comentario sobre el libro: como saben, la narración está estructurada en forma de cartas que un explorador del Polo Norte envía a su hermana; él será el depositario del relato que le hace el doctor al que encuentra moribundo mientras vaga por los hielos persiguiendo al monstruo. El frío polar de un mundo desértico abre y cierra la novela… ¿Sería muy exagerado ver en ello un intento de figuración de algo irrepresentable?

 

Para concluir

El traumatismo puede dañar las palabras y dejarlas inservibles para transformar la emoción en afecto. Cuando esto ocurre, el mensaje del analizando intenta abrirse camino por otras vías como la capacidad regresiva del analista en sesión o incluso a través de algo actuado por éste. En este último caso, la actuación puede ser el vehículo de un contenido representacional que permita anclar la historia del paciente y, en el momento adecuado, poner palabras allá donde sólo había silencio.

 

BIBLIOGRAFÍA

ANTELME, R. (1957). La especie humana. Madrid: ed Arena Libros, 2001.

BOTELLA, C. Seminario de la Société Psychanalytique de Paris. Febrero, 2006.

DANON-BOILEAU, L. (2007). La force du langage. Bulletin de la Société Psychanalytique de Paris, nº 82.

FRISTER, R. (1993). La gorra o el precio de la vida. Barcelona: Ed.                     Galaxia Gutenberg, 1999.

GODFRIND-HABER, J. et HABER, M. (2004). L´experiénce agie partagée. Revue Française de Psychanalyse, nº 4, pp. 1417-1460.

DE M´UZAN, M. (1976). Contretransfer et système paradoxal. En De l´art à la mort. Paris: ed. Gallimard, 1977.

VIÑAR, M. (2005). La spécificité de la torture comme source de trauma. Le désert humain quand les morts se meurent. Revue Française de Psychanalyse, nº 4, pp. 1205-1224.

SHELLEY, M. (1817). Frankenstein o el moderno Prometeo. Barcelona: ed. Mondadori, 2006.

STEWART, S. (1950). Mémoire de l´inhumain. Paris: ed. Campagne Première, 2002.

 

 

Dr. Carlos Sánchez

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[1] Título a partir del artículo de Marcelo Viñar en la Revue Française de Psychanalyse citado en la bibliografía.

[2] Esta bella metáfora del “pez cuántico” se debe a Sara y César Botella.