III SIMPOSIO DE LA SECCIÓN DE PSICOTERAPIA PSICOANALÍTICA DE LA FEAP.
AGRESIONES SEXUALES DE ADOLESCENTES[1]
Antonio Soler
Introducción: la violencia como icono contemporáneo.
No creo que estemos asistiendo a un periodo mucho más violento que otros anteriores. Pero sí creo que asistimos a una hiperpresentación de la violencia. Nunca la violencia ha sido tan presentada y ni sus presentaciones tan difundidas. La ejecución publica a la que asistían unos cuantos miles de ciudadanos o villanos, según se mire, puede ahora ser colgada y bajada al teléfono móvil por millones de habitantes del planeta. La violencia masiva de la guerra o la íntima la que se gesta entre la cocina y el dormitorio entran diariamente en nuestro comedor a la hora de la cena. El exceso y la repetición banalizan la agresión. Pierde las palabras que la explican. La hiperpresentación casi no es nada más que exceso de imagen y digan lo que digan una imagen no vale más que mil palabras. La imagen es muda o acaba por enmudecer si no le damos palabras que la expliquen. Es una foto sin pie, sensación sin nombre de la que no se sabe de donde viene, cual es su origen o su causa. Icono superficial sin más relieve ni profundidad que el de la pantalla del televisor o el papel sobre el que esta impreso. La violencia, así tratada, genera en lo subjetivo un efecto traumático y en lo social se hace propicia a simplificaciones demagógicas y consecuentemente a soluciones fáciles, unidimensionales, omnipotentes y falsas que levantan expectativas y acaban en decepción. Ni la violencia de género se resuelve sólo con medidas legales, ni asignaturas de civismo corrigen las agresiones en las escuelas, ni talleres de respeto a la mujer previenen las violaciones, ni técnicas de mediación resuelven la violencia política. Muchas de estas medidas pueden ser útiles y necesarias pero incompletas si no se profundiza en el análisis del origen de cada una de las formas de violencia.
La complejidad de un problema no puede ser excusa para no atenderlo. Dar cuenta de lo complejo no tiene porqué ser paralizante, ha de servir para crear pensamiento, acercar teorías y afilar los instrumentos. Ante problemas plurales necesitamos el concurso de saberes múltiples. Ninguna disciplina puede dar cuenta por sí misma de fenómenos que tienen causas culturales, sociales, políticas, subjetivas. Es necesario acercar estos saberes, pero también acercarlos a los lugares donde se gestan y se atienden los problemas. Pienso que el psicoanálisis como teoría de la subjetividad articulada en la cultura puede, y debe, aportar su saber a esta problemática.
Hoy vengo a referirme a una parcela de esta violencia, a la violencia sexual, ejercida por adolescentes. Los adolescentes a los que me referiré difícilmente se pondrán de manera voluntaria en contacto con un psicoanalista. Se encuentran internados en centros de justicia juvenil. Cuando un psicoanalista los atiende en estas instituciones necesita hacer servir sus herramientas en el límite de sus conocimientos teóricos y de sus instrumentos técnicos. Hablaré con el afán de adentrarme en territorios en los que a menudo la alarma, el impacto social se superponen a la posibilidad de pensar o generan pensamientos que no van mas allá de la crítica de las costumbres o de la juventud actual.
Darío
Darío tiene 15 años cuando viola a una chica de 16 diagnosticada de “retraso mental leve y un importante bloqueo emocional que la hace totalmente sugestionable y manipulable”. Tras ello, Darío manifiesta: “¡mala suerte!, me parece que te vas a quedar embarazada”. Estos hechos son relatados por el propio Darío a un amigo al día siguiente: “hace 24 horas que he dejado de ser virgen”, le dice con jactancia. Es denunciado a los dos días de los hechos y el juez le impone una medida cautelar de internamiento en un centro.
No muestra reparos en explicar en público el hecho que injustamente se le imputa, cosa que provoca el rechazo de sus compañeros. Posteriormente niega el hecho amparándose en la actitud de la familia, sobre todo de la madre, quién dice: “Esta chica no está bien de la cabeza, se lo ha inventado, ella tiene problemas en su casa, su padre abusó de ella, su madre lo lía todo…”. De las declaraciones acusatorias de sus compañeros dice “Yo nunca he dicho que era virgen hasta hace 24 horas, no es verdad…yo soy virgen desde los ocho años, me operaron de fimosis”.
Es un chico obeso, un cuerpo grande con cara de niño. En el centro donde ha sido internado se comporta de un modo infantil. Acusica, se queja, y con razón, de las burlas de los demás, pero no se da cuenta de que sus actitudes pueden provocar este rechazo. No sabe defenderse, no sabe encontrar un lugar entre el grupo de chicos, aguanta los insultos de los demás y estalla con manifestaciones de ira incontenida en momentos puntuales fuera del contexto en que tienen lugar. Con los educadores se muestra caprichoso, con una rebeldía infantil más que adolescente, le cuesta asumir la responsabilidad en las actividades, replica continuamente y tiene rabietas de niño pequeño. En las visitas familiares pide a la madre que lo saque de ahí.
Darío es el hijo mayor de la pareja. El padre tiene 35 años y la madre 33. Tiene dos hermanas de 7 y 5 años. Cuando tenía un año los padres se separaron por dificultades de convivencia debidas al consumo de alcohol del padre. Este, muy violento, había amenazado de muerte a los dos. Ella se refugió con su hijo en casa de sus padres y durante un tiempo aquél se acercaba a la casa de los abuelos y continuaba con las amenazas desde la calle. Conviven con ellos hasta que, al cabo de 4 años, la pareja reanuda la relación al haber el padre superado su problema de alcoholismo. Dice ella: “Al cabo de 4 años volvió ya curado y reiniciamos la vida juntos. Me quedé embarazada enseguida. Luego otro embarazo, ¡mala suerte!”.
Darío sufrió de una celotipia patológica que manifestaba con conductas agresivas con las hermanas y con los compañeros de la escuela, lo que llevó a los padres a solicitar tratamiento psicológico que duró un año y que fue abandonado, según la madre, cuando la expresión hostil hacia las hermanas derivó en un hiperproteccionismo.
Fue operado del brazo a los 5 años y a los 7 de fimosis y testículos en ascensor. Actualmente tiene un varicocele, como un tío materno al que le afectaba en su capacidad de concebir. Empezó a comer con voracidad a partir de los 5 años, al ponerle a dieta, comía a escondidas
De la escuela el chico relata que sus compañeros se reían de él y le insultaban por ser gordo. A él le molestaba mucho y se peleaba con ellos. Empezó a hacer “novillos” y a ir a las salas de juegos, descubierto por el padre provocó la ira de éste llegando a pegarle y castigarle con severidad. Con su madre se lleva muy bien. Fue internado durante 3 cursos escolares con bajos rendimientos académicos pero, según la madre, sin problemas conductuales. De esta manera transcurría su vida hasta la fiesta de su santo en la que abusó de su amiga.
De regreso al centro después de un fin de semana cuenta que le gusta una chica de 18 años, pero le da vergüenza pedirle salir. “Alguna vez había pedido salir a alguna y me decía que no, sólo una vez la respuesta fue si y salimos un tiempo hasta que ella se fue al pueblo, no le importaba que fuera gordo ni mi carácter. Mi madre me dice que es mejor que no salga con ésta, porque después me puede dejar y tener yo un disgusto y ponerme muy nervioso. Que soy aún muy joven y ya tengo tiempo de salir con chicas. Mi padre no dice nada y mi abuelo dice que si me gusta, ¡adelante!”
Cuando la apelación de la sentencia es denegada se produce un giro en la situación. El chico reprocha a la madre no haber conseguido “sacarlo de ahí”. Ella le dice al marchar: “Bueno, no mates conejos a causa de la rabia”. Por la noche aparecieron muertos algunos conejos en la granja que el centro dispone. Al sentirse presionado por los educadores acabó por admitir que lo había hecho él y que también había abusado de la chica porque ninguna quería salir con él a causa de su cuerpo. Una vez hecha la confesión quedó liberado de la tensión y mostró en los días siguientes una actitud evitativa hacia el tema. Dice sentirse aliviado por haber dicho la verdad y que no lo había dicho antes por miedo a que sus padres le abandonaran.
En la siguiente entrevista con los padres Darío les dice que sí hizo aquello. La madre le pregunta: “¿No lo dijiste antes porque te dije que si era verdad seria yo misma quién pediría más encierro?” Darío contesta que si. Las palabras del padre fueron: “Ahora tiembla para el viernes”. La terapeuta pregunta: “¿qué pasará el viernes?” “Nada, que viene a casa de permiso y me tiene miedo”. Darío no puede articular palabra. Luego, a solas con la madre, la hará su confidente y solicitará protección, para asegurarse también de que no le abandonará. Dice ella: “El padre no ha aceptado al hijo, le ha llegado a pegar mucho cuando él se gastaba el dinero en las máquinas… lo trata de cobarde y poco “macho”. Darío le tiene miedo.
Algunas frases puntúan la historia y los relatos de Darío y su familia y muestran las sobredeterminaciones de su acto. “Mala suerte, me parece que te vas a quedar embarazada”, le dice a la chica de la que acaba de abusar, como un eco de aquel “mala suerte” con el que la madre se refirió a su segundo embarazo.
Algunas escenas traumáticas configuran esta mala suerte. En la primera una madre es tratada violentamente por su marido. Amenazados de muerte, ella y su hijo huyen a casa de los abuelos. En la segunda este mismo padre le separa de la madre poseyéndola y dejándola embarazada de las dos hermanas. Estas dos escenas conformarán una escena primaria de un padre – macho agresivo que posee a las mujeres y aleja despreciativo al otro varón de la casa. ¿Mala suerte para quién? ¿Para el chico que vio como el padre que les había amenazado de muerte le separaba de la madre mediante este nuevo emparejamiento y los consecutivos embarazos? ¿Mala suerte para la madre que con los embarazos sella su unión con este marido violento? ¿Mala suerte de la victima inocente de estas victimas?
Algo de una trama edípica, de una triangularización se da en Darío, pero cómo está desplegada. Existe una madre que asume funciones de sostén y cuidado, existe un padre que los separa y pone límites. Pero cómo son esos cuidados, esos límites y esa separación. En un vértice, un padre no amado del cual no se pueden recibir identificaciones estructurantes que le subjetiven desde dentro. Darío aparece como inconsistente, carente de personalidad, acusica, quejoso y provocador de lo que se queja. Tampoco este padre transgresor puede promover identificaciones superyoicas limitadoras y protectoras. Es un padre que no puede ser un limitador adecuado cuando se impone con una violencia poco limitada. En su lugar aparece un personaje tiránico que no permite simbolizar la castración. En manos de este padre y auxiliado por la cirugía, la castración se representa como pérdida real del órgano de su virilidad, si no pérdida de la propia vida.
El vértice materno le defendió en su momento de la agresión del padre, le ha procurado junto a los abuelos cuidados, pero incapaz para proporcionarle de manera permanente un padre adecuado, se rinde ante el marido macho. Víctima de este se alía con Darío. La protección de la madre le somete a una complicidad secreta que le infantiliza, le aleja de las chicas, y lo hace despreciable, feminizado a los ojos del padre-macho. Ante el acto de la violación la madre no puede creer las palabras de la víctima porque tampoco puede creer la capacidad viril del hijo. Cometido el acto madre e hijo se ponen de acuerdo en defender la virginidad castrada de él. Si alguien ha abusado de alguien ha sido el padre de esa hija, victima propiciatoria, como lo son los conejos a los que la madre propone que (no) mate, que (no) derive hacia ellos su violencia por haber descubierto que esa madre no ha sido capaz de sacarlo de ahí. Que la confesión de la muerte de los conejos venga asociada a la confesión de la violación tiene especial significación. Violación y muertes condensan el odio a la madre por abandonarle por ese padre y por ser una prolífica coneja que le trae hermanitas a las que desearía matar.
La insuficiencia de esta trama parental no permite la modulación edípica de su narcisismo. Darío, infantil, caprichoso, quejica, poco conectado con los intereses de los chicos de su edad, carece de proyectos e ideales. Sobre estos predomina el yo ideal. El que está más ligado a la madre, le hace esperar que ella omnipotentemente “le saque de ahí” a la vez que le mantiene en una actitud permanentemente querellante. Más al fondo el relacionado con el padre que como imago de poder viril inalcanzable le imposibilita una identificación masculina y que actúa en su pasaje al acto. Pasaje al acto más que identificación al padre ya que toma esta imago de manera temporal para saltar por encima de su angustia de castración.
Diversas intervenciones dificultan esta identificación y coadyuvan en la construcción de un fantasma de castración peculiar. Entre la reconciliación de los padres y el nacimiento de las hermanas sufre varias operaciones en un brazo, en sus genitales y actualmente sufre un varicocele que se asocia a la esterilidad. Otra frase puntúa esta historia “he dejado de ser virgen” o la mas ilustrativamente confusa: “… yo soy virgen desde los ocho años. Me operaron de fimosis”. Ser virgen como herida narcisista de la que resarcirse, dejar de ser virgen, ser operado como castración real, como amenaza ejecutada. Las intervenciones quirúrgicas resignifican la amenazas del padre como reales y dificultan la simbolización de la castración. Así el intento de construir una identificación y una potencia masculina solo se hacen posibles en el pasaje al acto, repetición en lo real de una escena primaria brutal y embarazante.
Este caso y otros
El estudio realizado no permite establecer un perfil único de los adolescentes que han realizado agresiones sexuales. Ni la estructuración psíquica, ni la historia, ni las condiciones sociales permiten establecer homogeneidades más allá del acto cometido, que a su vez presenta innumerables variaciones. Pero el caso de Darío nos permite articular un tipo de (des)organización subjetiva, no alejada de algunas patologías que observamos en la clínica actual con las actuaciones de estos chicos, que al romper la barrera de la legalidad, recalan en lugares de difícil acceso psicoanalítico.
Todo adolescente ha de enfrentarse al segundo envite pulsional que caracteriza a la sexualidad humana. De cómo resuelva esta confrontación depende su posición individual y social en el mundo adulto. A veces ese envite pulsional desborda la organización de su aparato psíquico.
El riesgo de invasión pulsional se hace mayor si no existe un aparato psíquico suficientemente estructurado con funciones de derivación, ligazón y limitación de la energía psíquica. Encontramos un déficit del proceso secundario, de las funciones de pensamiento y organización mental y con ello una tendencia a la actuación o al ejercicio de un pensamiento-acto. El aparato psíquico se cortocircuita en la búsqueda de la identidad de percepción. Se presenta de este modo una sexualidad pulsionalizada, poco metaforizada, poco templada por la ternura, ni limitada por la consideración hacia el objeto. El peligro de desagregación tanática ante este tipo de sexualidad genera angustia. El pasaje al acto puede ser un modo evacuatorio de saltar por encima de la angustia.
Es frecuente en los casos estudiados la existencia de situaciones traumáticas precoces (abandonos, separaciones violentas, homicidios, malos tratos, actuaciones filicidas, promiscuidad, abusos sexuales, abuso de tóxicos…), así como en un entorno de realidad poco propicio a acompañar estos acontecimientos con representaciones-palabra que los hagan de algún modo subjetivamente gobernables.
El narcisismo ofrece a estos chicos, como en general al adolescente, una posibilidad aunque precaria de organización. La intensidad de estos anclajes narcisistas, hace balancear al muchacho entre la omnipotencia y la injuria, estados propicios a la impulsividad y a la agresión. Este mismo carácter protésico pueden tener las identificaciones masivas y especulares con uno u otro de los objetos parentales o, en su ausencia, a ideales grupales. Constituyen así yo ideales que pueden llegar a ser tiránicos. El chico como objeto narcisista de los padres, no diferenciado de ellos, puede ocupar el lugar de instrumento de sus conflictos, de la misma manera después el objeto de la agresión sexual será un objeto para si, no un objeto separado, diferente, al que le pueda atribuir sentimientos parecidos a los suyos.
En el caso estudiado como en otros de similares características se da un despliegue de la escena edípica pero con un considerable deterioro de las funciones parentales (cuidados escasos o seductores, límites ausentes o impuestos con excesiva violencia) Los vínculos con estos objetos dificultan las identificiones secundarias. Las cargas de objeto no pueden ser sustituidas por identificaciones bien porque no se ha dado la separación, o porque el vínculo es endeble o mortífero. Con frecuencia se dan identificaciones a rasgos transgresores de carácter omnipotente más narcisistas que edípicos.
El superyó sufre de parecidos avatares: las dificultades en la identificación al superyó de los padres. Cuando los padres son más temidos que amados, el superyó mas que conformase por la internalización de limitaciones e ideales protectores lo hace por sumisión a sus mandatos o constituir un Superyó sádico. En algunas ocasiones se trata de padres trasgresores, padres no sometidos a la ley y la identificación se puede realizar a ideales delincuentes con predominio del yo ideal. En estos casos la agresión cumple la función de reafirmar la omnipotencia.
Merece especial atención el estudio de la representación. En algunos, el acto presenta todas las características de una compulsión, un cortocircuito de descarga masiva, de liberación de una energía insoportable. Queda por ver cual es el destino de la representación. ¿No existe ni consciente ni inconscientemente, no está subjetivada, viene de un más allá traumático o de identificaciones primarias? ¿Sólo puede ser construida por tanto desde el exterior en un espacio terapéutico? ¿Existe reprimida como un libreto inconsciente, a la espera de ser interpretado? ¿O esta situada en un lugar escindido del propio yo? En los casos estudiados observamos la mayoría de las veces una carencia representativa. Es más, a veces el pasaje al acto cumple una función de representación a posterior. De esta manera la angustia por fin puede ligarse a alguna representación que puede dar un nombre al malestar. En otros, el pasaje al acto proviene de un sector escindido del que otro sector del yo no puede dar cuenta. Estas preguntas y respuestas nos plantean el tema de la estructuración subjetiva de estos chicos ante lo cual me parece prudente mantener en suspenso diagnósticos definitivos y remitirme a la desorganización evolutiva del adolescente.
A modo de epílogo: la técnica
Vemos en el caso de Darío y en otros como el de él cómo el acto esta desubjetivado, disociado de las características psíquicas del chico, realizado por otro que no es él o es atribuido a la víctima. Subjetivar el hecho consiste en vincularlo al sujeto que lo realizó, a su angustia, a su malestar, a sus impulsos y a sus carencias. Ello implica situarse en su historia, en las identificaciones o depositaciones que los objetos parentales pusieron en él, las historias ajenas que ha hecho propias y a las que ciegamente ha obedecido y también en el reconocimiento de las herencias que le permiten descubrir otras posibilidades. Para ello se ha de acompañar el dolor que supone la renuncia a los vínculos omnipotentes y el acercamiento entre los sectores escindidos de su yo. Así el chico puede apropiarse de su acto, lo desaliena y se responsabiliza de él, puede construir una narración algo más coherente de si mismo en el que situar su sexualidad, sus vínculos y sus proyectos.
Para ello se han de dar algunas condiciones y recursos. En necesario tener en cuenta los límites, saber en qué medida el espacio cerrado y otros elementos sirven para de la contención de la angustia y de la actuación, sin la cual se hace imposible el pensamiento y el trabajo, pues de otro modo no se haría sino repetir el ambiente en el que estos chicos se movieron en el exterior. En este sentido es importante considerar el lugar que tiene lo legal, digamos el peso de la ley, no solo por lo que esta obliga, sino también por su lugar simbólico en la subjetividad del chico: alguien fuera de su confuso mundo objetal, ajeno a sus especularizaciones narcisistas, dictamina, con pruebas, sobre su transgresión y le ofrece la posibilidad de reparación. Todo ello legaliza un espacio y unas intervenciones.
Un espacio no vacío, en el se realizan actividades escolares, laborales o lúdicas que permiten dar cauce a sus actuaciones y organizan el tiempo, las relaciones y los intereses. A través de las actividades y de los objetos – materiales, concretos, de la realidad – se confrontan sus posibilidades y dificultades, se vehiculizan relaciones, diferencias y conflictos. Las palabras que tratan sobre sus relaciones o conflictos van conformando un espacio de realidad fronteriza con lo simbólico y con la posibilidad de representación y de resolución al margen de la actuación. El espacio y las actividades como en el juego infantil es vehiculo de transferencias. Los profesionales deben saberse depositarios de otras relaciones y por tanto mucho depende de su posición y de sus respuestas. Pueden ser agentes de la repetición o del cambio. La institución se hace un lugar de transferencias múltiples. Distintos elementos psíquicos son transferidos a los diversos profesionales. Esta difusión modula transferencias que de otro modo serían hiperconcentradas, hipertensas y por ello insoportables no sólo para estos adolescentes sino también para los profesionales que los atienden. Es necesario un funcionamiento de equipo que permita compartir las diversas observaciones que se tengan de los chicos, que permita entender lo que a menudo los chicos no entienden de si mismos y que favorezca que las intervenciones respondan a lo que se entiende de ellos. Por último se ha de tener en cuenta que estos chicos están en una institución de justicia para cumplir una sanción por un tiempo limitado. No están en un centro terapéutico. El trato que reciben es su tratamiento. El manejo de su cotidianidad, el modo de sus relaciones, el uso de sus palabras pueden tener efectos terapéuticos. El trabajo en el centro ha de adecuarse a ese tiempo de permanencia, prever cuando se acaba, elaborar ese final y si es posible facilitar la continuidad de las atenciones del centro mediante la colaboración con otros servicios externos ya sean educativos, sociales o psicológicos.
No quería acabar sin referirme brevemente a la evolución posterior de Darío. En los últimos 3 meses de internamiento el padre se fue a trabajar al extranjero. Darío comentó: “mejor que no esté, ojalá no tenga vacaciones, se está mejor sin él”. Delante de los otros chicos en cambio hace alarde de lo que gana su padre, presume de él. Parece que empieza a comportarse de un modo más adolescente. Las rabietas infantiles y el incordio a las hermanas da paso a movimientos de rebeldía más propios de la edad en un intento de separación de la madre. Una chica de 18 años le ha propuesto salir con él y han quedado. “No sé como se lo tomará mi madre, no quiere que salga con ella, me tiene como a un niño pequeño”.
“Mi madre quiere que la llame si llego tarde, pero yo no quiero hacerlo delante de mis amigos…, es de niños pequeños, además, si llamo me dirá que vuelva a casa”. Se le nota mejor consigo mismo, ha conseguido seguir una dieta, perdiendo unos pocos kilos, se arregla más, consigue relacionarse con amigos y amigas y hacer las cosas que hacen ellos.
[1] El presente trabajo se deriva de uno mas amplio realizado con Gloria Esteve, psicóloga y psicoanalista, con quien desde hace varios años llevamos a cabo un estudio teórico y clínico sobre el tema que presento, por tanto es tributario de sus observaciones clínicas y de largas reflexiones conjuntas.