El sentimiento de existencia propia
MARÍA ELENA SAMMARTINO
“Existimos porque alguien piensa en nosotros”
Del film Princesas de Fernando León de Aranoa
Era una tarde del otoño de 1994 -han pasado muchos años- pero la recuerdo como si la tuviese frente a mí con sus 20 años hermosos y rotundos, gritando sudorosa, cegada por la angustia: ¡No me nombres! ¡No me nombres!. Ella era una joven postautista que después de haber pasado buena parte de su infancia encerrada en un mundo de objetos sin vida había conseguido resquebrajar sus corazas sensoriales y abrirse a la vida.
Aquella tarde Alicia me pidió a gritos que no me dirigiese a ella pronunciando su nombre.
-¿Por qué?, ¿por qué no quieres que pronuncie tu nombre hoy? – pregunté muy sorprendida --.
- ¡Porque si me nombras existo demasiado! – respondió con fuerza y convicción, de pie frente a mí, gesticulando y con lágrimas en los ojos.
No hacía mucho tiempo que Alicia había podido empezar a llorar cuando estaba triste, angustiada o dolorida ya que el mundo de los sentimientos y de los gestos emocionados había nacido al calor de un vínculo transferencial esculpido a lo largo de muchos años de trabajo. La pena, el amor y la ira habían sido arrebatados al mundo autista en el que vivía parcialmente, obsesivamente adherida a objetos inanimados o a personas-objeto que le provocaban sensaciones reconfortantes o aterradoras, siempre al margen de un vínculo plenamente humanizante.
Pero aquella tarde de 1994, algo diferente aconteció en la sesión. ¡Si me nombras existo demasiado! me gritó Alicia a la cara, muy cerca de mí. Y no he podido olvidar su rostro ni sus palabras. Ella se sentía ahora existiendo pero no podía soportar el existir demasiado. ¿Qué significaría existir demasiado? ¿Cuál es la relación entre el nombre propio y el sentimiento de existencia propia?
Con el paso del tiempo, otros pacientes narcisistas, fronterizos, psicóticos, fueron dando expresión metafórica al abanico de sensaciones que colorean con matices personales la impresión de no existir o de no sentirse existiendo: levedad e inconsistencia, ser invisibles, no tener imagen, no reconocerse; falta de peso específico, de volumen o de espacialidad. Sensación de ser aire y mirar el mundo desde fuera, de estar borrado, ser etéreo, etc.
Una paciente me decía: a veces necesito ir al espejo para saber si todavía existo. Creo que no tengo imagen y aún cuando me miro, con frecuencia no me reconozco. Cuando intento pensar en mí veo una cinta transparente que se eleva por el aire, gira y gira hasta que desaparece. Las palabras de esta paciente reflejan conexiones profundas entre el sentimiento de existencia y la mirada, la asunción de una imagen propia y también la capacidad de mirarse a sí mismo, es decir, de observarse.
Alicia misma, en los primeros años de tratamiento no conseguía retener una imagen de sí. Solía confundirse con imágenes ajenas (“soy un Down”, decía) o con aquellas que le proveía su madre. No en vano me dijo en su primera entrevista: dime quién soy, yo no sé quién soy y me invento, no sé quién soy porque estoy inventada. Alicia intentaba autoinventarse porque en verdad había carecido de la presencia de un otro en función materna que pudiese imaginarizarla en el origen, incluirla en un abrazo de completud narcisística y reconocerla finalmente como un sujeto de sus propios deseos. Al no haber sentido que existía en la mente de otro ella no había podido llegar a existir para sí y ni tan siquiera existir para otro. El doble protector no estaba a su alcance, ni como doble especular ni en posición de sombra de un sujeto. La única vía protectora frente a sus agonías primitivas era el encierro autosensual que proveía la fijación a ciertos objetos del mundo.
Al igual que otros pacientes en tratamiento, ella fue construyendo a lo largo de los años una imagen de sí, adquiriendo sensación de cohesión y consistencia, de ocupar un lugar en el espacio y –como dijo alguna vez- de tener una sombra que la acompañaba por la calle.
La sensación de unidad y consistencia, de ocupar un lugar y tener una imagen, son representaciones que sostienen el sentimiento de existir y abren la posibilidad de la autorreflexión, de la capacidad de mirarse y de pensarse.
Pero Alicia con su grito desesperado, ¡No me nombres! , introdujo una dimensión todavía más compleja del sentimiento de existencia, otro momento lógico, aquel que se anuda a las huellas que dejamos cuando no estamos presentes y que por consiguiente, nos representan tanto en el propio psiquismo como en el mundo de los otros.
Durante una etapa de su análisis Alicia sostuvo la creencia de que todas las Alicias tenían algo en común. Buscaba conocer personajes públicos que llevasen ese nombre e incluso se propuso reunirlas asociativamente, con la convicción de que serían iguales. Así como en la infancia y la pubertad había intentado desentenderse de los afectos por la vía de las defensas autistas, ahora intentaba desesperadamente deshacer su creciente singularidad multiplicando la figura imposible del doble que sostuviese su incipiente y frágil organización narcisista. En aquella sesión del otoño de 1994, después de muchos avatares en la construcción de la subjetividad, lo insoportable fue la percepción de su nombre –pronunciado por mí- como signo de identidad propia, separada del ambiente, como representante de su existencia en el mundo también para los otros, en presencia o en ausencia.
El nombre, una palabra, anuda significativamente la propia existencia a un representante del sujeto en el mundo, a su vez huella de las improntas ligadas a la filiación y señal de una presencia constante, subsidiaria de la instauración simbólica de la ausencia en el psiquismo.
Pero, como ya se ha dicho, el sentimiento de existencia se anuda más tempranamente a otras formas de la representación, aquellas ligadas a la figuración de la imagen especular y de la propia presencia corporal en el mundo, generadora de sensaciones de peso, volumen y consistencia. Se trata de representaciones de cosa y pertenecen al orden de lo figurable. Estas formas heterogéneas de la representación de sí mismo dan cobijo a un sentimiento de existencia, un afecto, que sería una temprana representación irrepresentable de sí mismo. Esta formulación se refiere a hipótesis de André Green sobre la capacidad representativa que tienen los afectos.
El representante-afecto
En el contexto del estudio de la representación como un concepto complejo y heterogéneo, Green abrió un debate con respecto a la capacidad de representar que tienen los afectos. Él dirá, por ejemplo, “es por el afecto como el yo se da una representación irrepresentable de si mismo” (1983, p.132). Green parte de un minucioso análisis de la obra de Freud en torno al tema de la representación y el afecto; realiza una relectura a la luz de su prolongada experiencia con pacientes límite en los que el afecto puede ocupar el lugar de la representación como angustia automática, terror, etc. (1973, 1995, 2003)
Él distingue epistemológicamente el representante-representación, cuyo modelo es la percepción, del primitivo representante psíquico de la pulsión, que representa las excitaciones del interior del cuerpo y que no tiene nada de representable. “Se trata de una función de delegación –dice Green- que tal vez sólo se revelará a sí misma por el encuentro con una forma que le confiera un sentido, a posteriori” (1995, p.126). Una vez encontrada la forma por mediación del objeto, la disociación -descripta por Freud- entre afecto y representación podrá producirse. En el registro del representante psíquico el afecto sería un “acontecimiento psíquico ligado a un movimiento en espera de una forma” (1995 p.123).
Más recientemente, en Ideas directrices para un psicoanálisis contemporáneo, Green escribe: “Hoy, desde un punto de vista metapsicológico, diría que si queremos considerar el producto de la división del representante psíquico en representante-representación y representante-afecto, no sería ilegítimo ver en el afecto una forma derivada del representante pulsional” (2003, p.183). Y añade poco después, que él es partidario de considerar el afecto “dentro del sistema general de la representación, reconociéndole rasgos específicos y particulares” (2003, p.183).
Finalmente, quisiera citar las palabras de Christian Delourmel quien, a partir de un análisis del pensamiento de Green, expresó: “El afecto sería la forma más elemental del representante psíquico de la pulsión, la forma emergente en el psiquismo de la vectorización de las fuerzas pulsionales que brotan del Ello” (2007). También debo a Delourmel el descubrimiento en la obra de Green del sentimiento de existencia, un afecto, en su función de representación de sí mismo.
Origen del sentimiento de existir
De Winnicott a Green
Winnicott ha legado al psicoanálisis una serie de intuiciones magistrales acerca de los fundamentos del psiquismo, formuladas como representaciones que han adquirido un carácter mítico por su elevado potencial explicativo. Entre ellas nos interesa en particular, para pensar el origen del sentimiento de existencia, la presencia de un adulto identificado con el bebé que lo sostiene en todas las dimensiones del ser, el holding; y nos interesa, también, el rostro de la madre como espejo, conceptualización cercana al estadio del espejo de Lacan (1949), por una parte y a la función de reverie de Bion (1962), por otra.
Una característica del holding es su carácter rutinario. El ritmo, la rutina, la permanente repetición de lo mismo hasta volverse esperable, es uno de los componentes necesarios del sostén y envoltura del bebé hasta que esté maduro para disfrutar de lo nuevo. La rutina, propone Winnicott, dará al bebé un sentimiento de continuidad existencial. Algo muy básico se gesta allí, algo que se refiere a la vida, a la continuidad de la vida, al sentimiento de existir de forma continua. En La ubicación de la experiencia cultural (1967 a, p. 132), Winnicott habla de la construcción progresiva de una imagen de la madre que se mantiene viva por su presencia rítmicamente constante. La imagen que confiere existencia a la madre dura una determinada cantidad de minutos al comienzo, o de horas, más tarde. Si la ausencia materna sobrepasa ese límite, la imagen se disipa dando lugar a un estado de trauma: el de la ruptura de la propia continuidad existencial. Las defensas primitivas se erigen para frenar el desbordamiento de angustia o el retorno de un estado de confusión y locura que en palabras de Winnicott sería idéntico a “la ruptura de lo que pudiese existir en ese momento en materia de una continuidad personal de la existencia” (1967 a, p. 132).
Esta falta de captación de la propia continuidad existencial inunda con frecuencia la vida del paciente fronterizo al chocar frontalmente con la permanente repetición de microexperiencias de desencuentro de las que sobrevive con respuestas desesperadas que intentan reorganizar el caos.
Otros pacientes buscan la protección segura e invalidante de las corazas autistas que evitan toda percepción del agujero negro que instala la ruptura de la continuidad existencial.
Un paso más allá, Winnicott desarrolla su concepción acerca del origen del sentimiento de existencia propia como un saldo del íntimo encuentro madre-bebé en el que el rostro materno funciona como reflejo de los sentimientos de su niño (1967 b).
“¿Qué ve el bebé cuando mira el rostro de la madre? Se ve a sí mismo. La madre mira y lo que ella parece se relaciona con lo que ve en él” (1967 b, p.148). Y añade Winnicott poniéndose en la misma piel del bebé: “Cuando miro se me ve y por lo tanto existo” (1967 b, p.151).
Ahora bien, el rostro materno puede no dar respuesta y sólo proyectar lo que ella es o lo que siente, su angustia, su depresión, su rigidez. Se trataría de un espejo que se mira a sí mismo y el bebé no podría verse dentro de él, no podría descubrir allí su propia vitalidad pulsional, sus momentos de tristeza, de odio o alegría, sus deseos y su penar. En este sentido, César Botella (1999) considera que es lo irrepresentable de la propia ausencia en la mirada del objeto lo que constituiría el núcleo negativo del trauma infantil en el paciente borderline.
Para Winnicott la interpretación “es un derivado complejo del rostro que refleja lo que se puede ver en él”; en análisis “el paciente encontrará su persona y podrá existir y sentirse real. Sentirse real es más que existir; es encontrar una forma de existir como uno mismo, y de relacionarse con los objetos como uno mismo, y de tener una persona dentro de la cual poder retirarse para el relajamiento” (1967 b, p. 154). La interpretación basada en el modelo del rostro materno que capta la vitalidad pulsional del bebé en sus estados afectivos, quedará incluida dentro de un espacio analítico, símil del espacio potencial o transicional que acompaña el desarrollo simbólico de la criatura.
Green (1983, p.57) recoge estas ideas relativas al área intermedia de la experiencia, y afirma que “La intersección óptima tiende a la creación del afecto de existencia. Sentimiento de coherencia y de consistencia, apoyo del placer de existir, que no es cosa espontánea sino que debe ser instilado por el objeto”
Me interesa en particular este texto de Green, no sólo en cuanto se refiere a la creación del afecto de existencia en el contexto vincular del espacio transicional, sino porque hace referencia al objeto como proveedor del placer de existir, como fuente de identificación en el plano afectivo. Añadiríamos así al objeto que capta la vitalidad pulsional del infante y que funciona como mediador en la cualificación de los afectos (vivencia de satisfacción), la función de instilar una emoción que será incorporada por identificación. Años más tarde, en La Metapsicología revisitada dirá “La pulsión no puede llegar a la existencia y a una manifestación pensable sino porque interviene una mediación; esta mediación es el otro. La representación da acceso a lo especularizable, pero esta mediación puede tomar también el circuito de la identificación” (1995, p.126). Para Green, el representante-afecto podría situarse en el “nivel de la inducción afectiva del otro” (1995, p. 126).
En este sentido, el sentimiento de existencia propia, sentimiento a la vez de coherencia y consistencia, nacería en el proceso de constitución de la estructura encuadrante en la cual el niño toma prestada, por identificación, la envoltura protectora con que ha sido investido por el objeto, a la vez espejo pensante y emocionado, sostén de la continuidad del existir y del placer de vivir. “El sujeto se edifica ahí donde la investidura del objeto ha sido consagrada al lugar de su investir” dice Green en El narcisismo primario: estructura o estado (1983, p. 120). Se invierten las polaridades entre la madre y el niño: el sujeto se edifica donde se ha realizado la investidura del objeto y no donde se ha realizado su propia investidura.
Existencia propia y proceso analítico
Así como el sujeto se constituye y puede mirarse allí donde se siente investido por la mirada del otro, el sentimiento de existencia se incorpora por interiorización de la repetida experiencia de sentirse sentido, de sentirse pensado, de existir en otro que confiere existencia.
En un espacio analógico al ocupado por el objeto en función materna, el analista ha de introducir transformaciones en el encuadre que promuevan la consolidación de un sentimiento de existencia propia en ciertos pacientes; así, la mirada del analista será imprescindible durante un largo período como vehículo del relanzamiento de la experiencia constituyente de ver y ser visto, experiencia fuertemente emocional que pone en primer plano no sólo la transferencia sino también la contratransferencia. El espacio analítico adquiere las características del mundo paradojal del sueño o del juego, espacio transicional en el que el existir en otro, para otro o para sí mismo puedan circular sin cuestionamientos.
El sentimiento de existencia propia, la convicción afectiva de ser real, promoverá la definición de otros representantes de sí mismo, aquellos que responden a las preguntas de quién, cómo soy, qué es lo propio; es decir, las representaciones de la identidad. El sentimiento de existencia -no figurable- encontrará en ellas la forma y la figura que permitirá al sujeto definirse y pensarse como sujeto individual.
Pero este camino estará sembrado de peligros; existir y tener una identidad conmueve todos los registros de la vida psíquica y el sujeto tendrá que confrontarse con su solitud, admitir ser uno en relación con otros y no como parte de los otros. El grito desesperado de mi joven postautista, Alicia, fue la señal de un peligro inminente, el de enfrentarse al mundo siendo única y despojada de las corazas que la habían protegido tantos años de la percepción de la ausencia.
En el terreno de las patologías límite, la consolidación del sentimiento de existencia propia alimenta el placer de vivir y suele encontrar formas de expresión a través de sensaciones de consistencia, de tener peso y volumen, de ocupar un espacio o de tener una imagen reconocible.
Bibliografía
Bion, W. (1967), Volviendo a pensar. Bs.As.: ed. Hormé, 1977
Botella, C. (1999), El trauma psíquico ayer y hoy. Conferencia dictada en Gradiva, Associació d’Estudis Psicoanalítics, en Barcelona, el 16 de octubre de 1999
Delourmel, Ch. (2007), ¿Tiene el afecto una función de representación? Conferencia dictada en Gradiva, Associació d’Estudis Psicoanalítics, en Barcelona el 21 de abril de 2007.
Green, A. (1972), De locuras privadas. Bs.As.: ed. Amorrortu, 1990
Green, A. (1973), El discurso vivo. Valencia: ed. Promolibro, 1998
Green, A. (1983), Narcisismo de vida, narcisismo de muerte. Bs.As.: ed. Amorrortu, 1993
Green, A. (1995), La metapsicología revisitada. Bs.As.: ed. Eudeba, 1996
Green, A. (2003), Ideas directrices para un psicoanálisis contemporáneo. Bs.As.: ed. Amorrortu, 2005
Lacan, J. (1949), El estadio del espejo como formador de la función del yo tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica. En Escritos I, México: ed. Siglo veintiuno, 1981.
Winnicott, D. (1967 a), La ubicación de la experiencia cultural. En Realidad y Juego, Barcelona: ed. Gedisa, 1986
Winnicott, D. (1967 b), Papel de espejo de la madre y la familia en el desarrollo del niño. En: Realidad y juego, Barcelona: ed. Gedisa, 1986