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Sobre la transformación de los afectos durante el proceso psicoanalítico. Regina Bayo-Borràs

maig 2020
Artículos generales

Sobre la transformación de los afectos durante el proceso psicoanalítico

REGINA BAYO-BORÀS

 

                                   “Un psicoterapeuta provee la oportunidad de expresar y aliviar las

angustias debidas a acontecimientos traumatizantes o a pruebas

difíciles de pasar, al posibilitar su reviviscencia emocional en la

situación paciente-terapeuta.” F. Doltó (1982).

 

                                   “Los afectos, por su parte, no son propiamente hablando reprimibles;

son más bien, “contenidos” o “transformables” P.L. Assoun (2000).

 

El interés por este tema me fue suscitado a partir de los cambios evidentes que se van produciendo en el curso de la gran mayoría de los tratamientos que no se interrumpen prematuramente. Los cambios a los que me refiero tienen que ver con una gradual transformación de los afectos del paciente o, dicho de otra manera, de su vida afectiva, tanto con los objetos de su mundo interno, como con los de su vida relacional. Esta transformación, compleja pero evidente a través del material que van trayendo y de la relación transferencial, va propiciando, a mi modo de ver, un cambio de posición subjetiva[1].

En el presente trabajo expongo dos reseñas clínicas para ilustrar en parte algo de estos cambios: el de una adolescente neurótica de 15 años y el de un niño de 8 años gravemente perturbado. Empezaré por este último.

Miguel llegó derivado de la escuela, con el diagnóstico de deficiente, después de que los padres recurrieran a diversas consultas con especialistas de la infancia: pediatra, neurólogo, logopeda, psicomotricista. Saltaba a la vista, sin embargo, que no se trataba de un niño neurótico, pues con 8 años, Miguel todavía no tenía un lenguaje plenamente estructurado, no diferenciaba el idioma catalán del de castellano y, entre otros síntomas, padecía un pertinaz estreñimiento. Su mirada estrábica también decía mucho de la disociación profunda con que manejaba su mundo emocional, por lo que aparecía –tanto en el colegio como en la familia- como un niño obediente y hasta sumiso, mientras en sesión, nada más empezar el trabajo terapéutico, empezó rápidamente a desplegar fantasías terroríficas a través del juego con animales.

Hasta aquí podemos pensar que Miguel estaba capturado por angustias primitivas[2], que tenían su punto de anclaje en un internamiento hospitalario cuando apenas contaba con dos meses de vida, y en el que estuvo al borde de la muerte[3]. Pero el trauma precoz no fue lo único que dañó su psiquismo, sino una peculiar vinculación con sus padres: ambos depositaron en su hijo primogénito deseos y temores relacionados con sus propios padres, también ambos llamados Miguel[4].  En el tratamiento de mi pequeño paciente se fue abriendo, entonces, también esta brecha: a su padecimiento intersubjetivo se articulaba una fantasmática narcisista parental transgeneracional. (Manzano y Palacio Espasa 1999)

Miguel pasó el primer año de tratamiento jugando con animales, pero de una manera singular. Cada vez que tomaba uno en sus manos, en una identificación masiva con él, comenzaba a emitir sus sonidos, pero sonidos plenos de afectos: ladraba con el perro, maullaba con el gato, relinchaba con el caballo, rugía con el león y el tigre, cacareaba con la gallina, silbaba con la serpiente, y así con cada uno de ellos. (Digo que emitía estos sonidos “con” cada uno de los animales en el juego, pero también podría decir que lo hacía “como” ellos. Seguramente esta segunda opción es la más atinada, pues a mi me parecía que en esos momentos Miguel “dejada de ser él mismo” para “convertirse” en esa otra identidad animal).

Estas onomatopeyas reflejaban tanto alegría, rabia, y enfado, como sorpresa, o sufrimiento. También incluía otros sonidos diferentes, como sirenas de ambulancia, pitidos de policía, aullidos de terror de los heridos, gritos de desesperación ante la adversidad, gemidos de dolor, exclamaciones y suspiros de impotencia, etc. Quiero decir con esto que apenas había palabras, sólo expresiones, vivas, -eso sí-, de su angustia de muerte y destrucción.

Yo me preocupaba por mis vecinos de rellano: ¡pensarán que estoy maltratando a este niño! ¡que el niño está sufriendo y no hago nada para impedirlo! Su voz, no su palabra, iba evocando una gran variedad de emociones sin nombre, casi quantum de afecto en bruto, pero pasado por una “simbolización primaria”, tal como Green[5] denomina esa primera diferenciación entre placer y displacer. En el caso de Miguel era entre una emoción y otra, entre un animal y otro, entre un acontecimiento traumático y otro agradable: “sus amiguitos” (como más tarde los llamaría) también estaban contentos y cantaban, mientras surcaban por tierra y aire el espacio de la consulta.

¿Podríamos decir que jugaba, más que con los objetos/animales, con unas primeras representaciones simbólicas o presimbólicas, de un mundo interno poblado por afectos sin cualificar, pero de magnitud/cantidad considerable? ¿Y que justamente jugaba con ellos (con las voces, sonidos, exclamaciones, etc.) porque no le era posible metabolizar dichos afectos de otra manera? Estas voces, sonidos, alaridos, me hacían vivir contratransferencialmente sensaciones corporales muy variadas, casi siempre angustiosas: de caída en el abismo, explosión atronadora, de velocidad vertiginosa y peligrosa con que recorrían el espacio del consultorio. Era inútil preguntarle qué pasaba, a qué jugaba, o quién había. “No hacía caso”, tal como decían sus padres; estaba “ausente”, embargado por la intensidad emocional de los acontecimientos que dramatizaba, en un intento de elaboración de las angustias y temores tempranos. En esta primera etapa del tratamiento se me ocurre identificar una primera dualidad de afectos formada por la combinación de los opuestos entre terror/dolor y alegría.

Este material fue evolucionando, transformándose, muy lentamente. Al segundo año de tratamiento, sus “amiguitos” ya se decían algunas palabras entre sí: “¡ayúdame!, ¡ven!, ¡corre!, ¡socorro!, ¡vete!, ¡fuera de aquí!” Y otras palabras-frase, generalmente en castellano (su lengua materna), en las que predominaba el carácter imperativo y superyoico. En esta etapa del proceso pude observar que la característica cualitativa de los afectos correspondía a la dualidad desvalimiento/desamparo y vivencia de seguridad/protección. Los personajes, en el juego, pasaban de estar en situaciones muy peligrosas y terribles a ser acogidos en el “refugio”.

Posteriormente, los “amiguitos” empezaron a establecer una cierta conversación entre ellos, había un diálogo en el que se ayudaban y se protegían de los peligros, mientras los monstruos les atacaban. Eran diálogos quedos, casi susurros, que ya indicaban el juego de una cierta fantasmática privada. La dualidad que observaba en este período era la de los opuestos ternura/crueldad. Conmigo también se fue iniciando un cierto diálogo, breve y escueto, pero comunicación al fin. Por último, durante varios meses estuvo jugando a la búsqueda del tesoro, escondiendo plastilina debajo de mi alfombra. Ni qué decir tiene que para mí el “tesoro” no era otro que el del significante, el de haberse puesto en marcha un proceso de simbolización más complejo, más rico en desplazamientos y condensaciones, por lo que el mundo afectivo de Miguel ya podía expresarse y comunicarse de otra manera más inteligible para todos. Fue entonces cuando la psicóloga de la escuela me comentó que el cambio de Miguel había sido “espectacular”, sobre todo partiendo de la presunción de que era un chico deficiente, y que lo sería el resto de su vida.

Mis preguntas son: ¿Ha habido transformación de los afectos o estos pueden ser expresados de otra manera? ¿Una cosa implica la otra? Si los afectos son exteriorizados, expresados, incluso comunicados a través de un proceso simbólico más elaborado (lenguaje estructurado, relato, discurso), podemos inferir que ha habido un proceso de transformación subjetiva. El aparato psíquico se ha puesto a realizar su trabajo de representación y de ligadura, realizando un trabajo psíquico –al estilo del trabajo del sueño y del trabajo del duelo- en el que afecto y representación son solidarios. Uno y otra se sostienen mutuamente; y en el caso de Miguel, en que su constitución subjetiva estaba detenida o maltrecha por traumatismo temprano y fantasmática transgeneracional, el espacio y tiempo de sesión contribuyeron, a mi modo de ver, a su psiquización.

Entonces, el encuadre lo podemos entender como un espacio psíquico, propiciado, por un lado, por mi posición de escucha y mis intervenciones productoras de sentido y, por otro, por la transicionalidad del juego/lenguaje. Así, los afectos de Miguel sufrieron una profunda transformación: de cantidad en cualidad, de expresión mediante la materialidad de la voz a comunicación verbal, conmigo, y entre los “amiguitos”, que lograron, con y como Miguel, una vida humanizada propia; y, sobre todo, lo principal, se unieron-vincularon a través de un argumento, tarea a realizar, tesoro a descubrir: el del universo simbólico.

 

Características diferentes según se trate de un sujeto neurótico o con trastornos narcisistas.

                             “El destino del afecto es el elemento determinante tanto para el 

enfermar como para el restablecerse, produciéndose el enfermar

cuando los afectos desarrollados en situaciones patógenas encuentran

obstruido el acceso normal. La esencia del enfermar consiste en que

estos afectos ‘bloqueados’ sufren una utilización anormal, sea ésta

como cargas de la vida psíquica, sea como inervaciones somáticas e

inhibiciones”. S. Freud (1910; el subrayado es mío)

Restablecerse, dice Freud en la cita que acabamos de leer, pero ¿cómo? ¿Cuál es el destino del afecto durante el proceso analítico? En todo caso conocemos los destinos del afecto en la psicopatología: un afecto es susceptible de conversión somática en la histeria; de desplazamiento intelectual en los cuadros obsesivos; y de transformación del estado de ánimo en las neurosis de angustia y en la melancolía. Como dice Assoun (2000), “el afecto se revela así en su ‘alquimia sintomática’, y hay que renunciar a determinar lo que ‘es’, para comprender en ‘qué’ deviene”.

Al preguntarme en qué consiste dicha transformación, si es de carácter cuantitativo, cualitativo, y si comporta también, además, una modificación de otros aspectos de la subjetividad del paciente, vuelvo a tener en cuenta la actividad psíquica del aparato: el constante trabajo de ligadura –activación o restauración de los procesos de simbolización y de producción de sentido-. A partir de ahí, la diferenciación sujeto/objeto y los singulares procesos de identificación y desidentificación también “se ponen a trabajar”, propiciando cambios en la subjetividad. Por lo menos, eso es lo que me hace pensar el caso de Miguel.

Asimismo, gracias a la transferencia y a la interpretación (en los casos de neurosis) -o a la contención emocional y producción de sentido (en los casos de trastornos narcisistas)-, es como un tratamiento psicoanalítico puede contribuir a crear un espacio psíquico (tiempo, espacio y escucha) para el paciente, porque ahí podrá aportar sus materiales (discurso, formaciones del inconsciente y afectos diversos). Este espacio psíquico y psiquizante se hace posible a través de la constitución de un espacio transicional (Winnicott 1971), en el que se da el juego, el relato, el discurso o la asociación libre. Ambos, juego y discurso, van, entonces, a sufrir transformaciones significativas, que -al mismo tiempo- darán cuenta del cambio psíquico operado en el sujeto. Y lo harán, como ya sabemos, con sufrimiento de ambos, paciente y analista. Varios autores, además de Freud, me han ayudado a situar algunos aspectos de los afectos en la clínica: Winnicott (1971), Green (2003), Assoun (2000), y Hornstein (2000). También los pacientes, en su evolución y a través de los comentarios de su tratamiento, me han permitido percibir diferencias significativas, según se tratara de un sufrimiento predominantemente neurótico o narcisista.

Con lo que señalaré más adelante sólo pretendo dar una perspectiva algo esquemática de estas diferencias, que son múltiples, como bien sabemos y, en muchas ocasiones, difíciles de discernir con precisión hasta que no ha transcurrido bastante tiempo de trabajo analítico.

En los cuadros neuróticos, en los que predomina la conflictiva y sintomatología de carácter edípico, la angustia de castración impide un desenvolvimiento exitoso de las funciones yoicas y del conjunto de las capacidades del sujeto (en lo que se refiere a disfrutar, amar y trabajar). En estos casos observo que en el desarrollo del proceso (me refiero a tratamientos logrados), se da un cambio de posición subjetiva del paciente, con la consiguiente disminución del goce masoquista, y un posicionamiento del sujeto de forma más activa –o menos sufriente y pasiva-, ante los avatares de su vida.

En los trastornos narcisistas, como la potencia de los afectos domina la vida interna y externa del sujeto, también inunda el tiempo de sesión. El tratamiento de estos pacientes (lo hemos comentado entre colegas muchas veces) implica un encuadre casi a medida. En el manejo de la transferencia y de las intervenciones, utilizamos predominantemente más la persona del analista que la figura del analista. Son estrategias técnicas para preservar la continuidad del proceso, evitar las interrupciones y actuaciones, el desborde emocional, y apuntalar el yo del sujeto, a través de generar confianza y esperanza en su recuperación. Winnicott ayuda a pensar las diferentes formas de dar apoyo, holding, y, se me ocurre, a veces, hasta handling (el vaso de agua, los clinex, los almohadones del consultorio, etc.) al paciente.

Así, podemos considerar que la transformación de lo afectivo aparece con una dinámica diferente en uno u otro cuadro clínico, sin dejar de lado la evidencia de que un mismo paciente se manifiesta de una u otra manera sucesivamente, durante el proceso. Esto nos va a requerir a los analistas un arte/capacidad de estar en todas partes (al teléfono, el fin de semana, durante las vacaciones, a horas intempestivas, etc., como, por ejemplo, cuando irrumpe el desborde o el ataque de angustia), para ayudar a la integración de emociones y desarrollar la capacidad de ligadura y simbolización. Tanto con neuróticos como con pacientes narcisistas no psicóticos, tengo la impresión de que la densidad cuantitativa de los afectos va cobrando otra identidad cualitativa.

 

Caso María

Traigo como ejemplo el comentario de una adolescente de quince años. Tras unos meses de entrevistas, en las que apenas decía algunas frases sueltas, y en las que se manifestaba muy inhibida y ambivalente, me dijo: “¡Esta semana me ha pasado una cosa…! ¡Me puse a llorar porque mi novio se iba! (a su casa, después de la fiesta del “finde”).                     Como yo sabía que llorar era algo habitual en ella, le pregunté, extrañada: “¿antes no llorabas?” Y respondió, sorprendida de sí misma: “Siiií, pero porque me insultaban (los chicos y chicas del parque), pero (esta ocasión) era diferente, me quedé que no sabía qué hacer, y ahora ¡otra vez aburrida, sola!, entonces  me pongo a comer, me he engordado…. No me entero de lo que me dicen…. Antes me desmayaba, ahora no me entero…”

María, así la llamaré, vivía atemorizada por las burlas de las chicas, y las risas de los chicos del “insti”, por lo que decidió no ir más a clase. Se quedó en casa, para mayor preocupación de sus padres, encerrada en su cuarto, y esta situación ya duraba tres semanas cuando vinieron a consultarme. De lo primero que me habló fue de esta vivencia persecutoria, en la que se sentía humillada y ridiculizada.

Al cabo de un par de meses, cedió la intensidad de sus miedos, se atrevió a volver al instituto, e incluso empezó a salir con los amigos del barrio. Se reunían en el parque, y rápidamente consiguió un novio-adherido a ella. Entonces surgió este cambio: su llanto era cualitativamente diferente, pues ahora le preocupaba más quedarse sola, (atenazada por su mundo pulsional compulsivo) que los “enemigos” externos que la ridiculizaban. Ya no lloraba por miedo, sino por dolor de la ausencia.

Como ella, poco a poco, fue liberando lo más tóxico de su vida pulsional y fantasmática (consiguiendo descargar, quejarse, blasfemar, llorar, etc,), esto le permitió producir nuevas cualificaciones a su malestar, y las fuimos identificando paulatinamente como sentimientos agresivos, de rabia, celos, envidia, tanto de las amigas, como sobre todo de su hermana menor. Tras un trabajo intenso (de rememoración, ligadura, investidura, desinvestidura, identificaciones recuperadas, desindentificaciones parasitarias, etc), fue recuperando los contornos de un yo adolescente, “abrumado por afectos brumosos”. Solía decir que se sentía muy cansada, que no tenía energía para hacer las cosas, y que le parecía ir muy “cargada”. Al pensarlo después se me ocurría que en las sesiones estábamos realizando algo parecido a un trabajo de escultura, quitar lo que “sobraba”, lo que impedía surgir al sujeto (María) en su dimensión más genuina.

En cambio, en los trastornos narcisistas, el trabajo psíquico se va desarrollando a través de la posibilidad de darle forma y trazo a los afectos, ante quien (el analista) puede sostenerlos sin invisibilizarlos, dejándolos fluir, para ir dibujando las primeras formas de un sujeto que está saliendo de su caos confusional, de sus angustias terroríficas, y que no puede vislumbrar ninguna dirección más que la que le domina un psiquismo devorador de sus representaciones (como en el caso de mi paciente Miguel).

Según me parece, estas representaciones pueden surgir, resurgir, instalarse, o no destruirse, porque el espacio de la sesión es vivido como un espacio transicional, como un espacio psiquizante, donde Miguel podía soñar, alucinar, crear y recrear a partir de sus afectos, de sus emociones más intensas o profundas, más familiares y siniestras, o más desconocidas y extrañas.

Green (2003) señala que “el afecto puede hacer zozobrar la cadena del discurso en la no discursividad, en lo indecible”. Por eso estamos acostumbrados a escuchar más allá o más acá de lo dicho: ese material tan elocuente, sobre todo en la clínica con niños y adolescentes, en el que la carcajada, el gemido, la tos, el suspiro, o el carraspeo, por ejemplo, nos indican algo de los afectos subyacentes, afectos-señal, indicadores, con función semiótica, considerándolos emergentes de lo no consciente, sin formación simbólica alguna, pero con formato sonoro o gestual: el cambio de posición, la mímica facial y corporal, el rubor, la palidez, la expresión de la mirada, el guiño, el picor, la mirada suspicaz, o interrogante, etc. El cuerpo se halla comprometido con todas sus excitaciones, erotizaciones, somatizaciones. Estas manifestaciones comunicadoras de cantidad y calidad del afecto pueden ser retomadas por el analista (según la oportunidad del momento) para darles un sentido, cuando no una interpretación. Sobre todo cuando el yo del paciente no puede dominarlas ni ligarlas. Esto principalmente lo vemos en los trastornos narcisistas.

Entonces, si bien durante el tratamiento se intenta establecer la cadena del relato, con sus asociaciones, quizá es tanto más significativo cuándo y dónde se rompe, como, - insisto-, en qué consiste su fractura (llanto, gemido, grito, gesto), para avistar algo así como el magma soterrado, como el iceberg, que no se mantiene estático, para ir calibrando la velocidad del deshielo.

No son, pues, de extrañar las huidas de algunos pacientes al inicio del tratamiento, o sus ausencias repetidas, o los reparos, y la disminución de frecuencia de sesiones, incluso a veces el pedido del aumento de la misma, y otros múltiples cambios en el setting, a fin de que el yo del sujeto pueda monitorizar ¡lo que se le viene encima! Los afectos revelan, es decir, dan a conocer, como en el revelado de fotografías. Pero también relevan otras excitaciones y emociones antiguas que dormitan en “criptas” (Nachin, 1995)

A mi modo de ver, este proceso es diferente en los cuadros neuróticos, donde hay que descubrir la representación reprimida, de los trastornos narcisistas, en los que hay que colaborar a identificar la representación precisa, para darle coherencia al afecto correspondiente: así, el grito ¿es de rabia o de dolor?; el llanto ¿es de impotencia o de pena?; el aullido ¿es de furia o desvalimiento?; el silencio ¿es de miedo o de elaboración?

Por último, me ha parecido detectar la presencia de elementos comunes sobre la transformación de lo afectivo en ambos cuadros clínicos, sobre lo que sería interesante continuar trabajando:

  • aparecen los afectos que no estaban (reactivación)
  • desaparecen los afectos que molestaban (elaboración)
  • cambian cualitativamente (el llanto es por otro motivo)
  • se modifican cuantitativamente (el yo se ha fortalecido)
  • cambian los afectos respecto del analista (se da menos repetición en la transferencia).

Bibliografía

Assoun, P. (1993): Introducción a la metapsicología freudiana, Barcelona, Ed. Paidós, 1994.

Assoun, P.L. (2000): La metapsicología. México, Ed. S. XXI, 2002.

Doltó, F. (1982): Seminario de psicoanálisis de niños. Buenos Aires, Ed. S XXI, 1984.

Freud, S.: (1910) Cinco conferencias sobre psicoanálisis En Obras Completas,Buenos Aires, Amorrortu Editores, T. 11.1991.

Green, A (1983). El lenguaje en el psicoanálisis. Buenos Aires, Amorrortu Editores, 1995.

Green, A. (2003): Ideas directrices para un psicoanálisis contemporáneo. Buenos Aires, Amorrortu Editores, 2005

Hornstein, L (2000): Narcisismo. Buenos Aitres, Ed. Paidós. 2002

Manzano, J., Palacio Espasa, F., Zilkha, N. (1999): Los escenarios narcisistas de la parentalidad. Clínica de la consulta terapéutica. Ed. Asociación ALTXA, Bilbao. 2002.

Nachin, C. (1995): Del símbolo psicoanalítico en la neurosis, la cripta y el fantasma. En “El psiquismo ante la prueba de las generaciones. Clínica del fantasma”, de S. Tisseron, M. Torok, N. Rand, C. Nachin, P. Hachet y J.C. Rouchy. Buenos Aires, Amorrortu Editores, 1997.

Winnicott, D. W. (1971): Realidad y Juego. Barcelona, Ed. Gedisa, 1982.

[1] Por “posición subjetiva” entiendo la relación que cada sujeto en particular articula con la castración.

[2] Fantasías de hundimiento, intrusión, despedazamiento y muerte violenta.

[3] La gravedad de su estado no tuvo nada que ver con motivos del ambiente familiar.

[4] Esta cuestión está amplia y profundamente trabajada por J. Manzano, F. Palacio Espasa y N. Zilkha.

[5]  “Lo que revela el análisis del afecto, en cuanto a su función significativa es … que ésta depende de una modalidad de organización singular, caracterizada por mecanismos que no tienen la agilidad –ni las posibilidades combinatorias- de las representaciones. Dicho de otro modo, las modalidades de ligazón-desligazón-religazón no abren las mismas posibilidades combinatorias que la representación. Lo que parece dominar la organización afectiva es lo que propongo llamar simbolización primaria, contenida por entero en el principio que Freud sitúa como fundamento de la actividad psíquica: el principio placer-displacer” (Green, 1983, pág. 188).